Con cada esfuerzo, se hundía un poco más, ahogándose en la desesperación. El barro frío se le metía por las orejas y le empapaba el pelaje, haciéndole sentir aún más pequeño y vulnerable.
Dos pequeñas figuras, ágiles y decididas, irrumpieron en aquel sombrío escenario. Con ojos decididos y corazones llenos de compasión, las ratitas que en un principio llegaron buscando chatarra terminan por acercarse al desvalido animal. Sin dudarlo, se unieron en un esfuerzo conjunto para rescatarlo de aquel fango que amenazaba con engullirlo.
Año tras año, con la llegada de la 'feliz ratavidad', en el cual dentro de un coliseo subterráneo se convertía en el corazón palpitante de la comunidad. Las gradas, atestadas de roedores entusiastas, retumbaban con aplausos y vítores. Ito, con sus grandes ojos llenos de asombro, observaba cómo las ratas manipulaban con destreza piezas de chatarra, transformándolas en colosos mecánicos. El calor de las forjas, el chisporroteo de las soldaduras y el rugido de los motores creaban una sinfonía metálica que lo cautivaba. Sin embargo, ito, cada vez que intentaba mejorar una de esas máquinas, sus torpes patas y su falta de habilidad terminaban por arruinarlas, provocando risas y burlas que le perforaban el corazón.
Bajo un cielo gris y amenazante, Ito, el pequeño elefante, se hundía en un mar de pensamientos. Las risas de las ratas, crueles como dagas, perforaban su corazón, el no saber cuál era su papel dentro de ese mundo, lo inundaba. Esa noche, bajo un manto de estrellas, decidió alejarse de todo lo que le causaba dolor.
Vagó durante días, semanas, meses. El hambre y la soledad lo acompañaban, pero también un anhelo creciente de encontrar su lugar en el mundo. Un día, mientras escapaba de unos cazadores, buscando cualquier sitio donde refugiarse termina por encontrarse con un coliseo abandonado. Destruido y claramente abandonado, con una sensación de asolación, calma y silencio abundante termina por frenarse a la hora de ver atentamente las paredes, manchadas por el tiempo, pero cubiertas de extrañas figuras y colores vibrantes. Fue como si una nueva puerta se abriera ante él.
En ese lugar, Ito encontró su voz. Con carbón y barro, comenzó a plasmar en las paredes sus sentimientos más profundos. Cada trazo era una confesión, una oración, un grito de libertad. El coliseo, que en algún momento se sentía como un escenario de burlas, se transformó en su santuario, un lienzo donde daba rienda suelta a esa nueva sensación a la que se aferró, y no quiso soltar.
Cuando llegó la "feliz ratavidad", Ito regresó con las raticas, pero esta vez no como un forastero, sino como alguien sonriente. Con un corazón lleno de orgullo, presentó su obra a las raticas, una explosión de colores y formas orgánicas era una oda a la vida, a la diversidad y a la belleza de lo imperfecto, les pidió con una gran sonrisa que le prestaran su robot, ya que esta vez tenía claro que quería lograr.
A partir de ese día, el coliseo se convirtió en un espacio de creación y expresión. Las ratas, inspiradas por Ito, comenzaron a decorar las paredes con sus propios diseños, transformando el lugar en un mural viviente. Ito, el pequeño elefante que una vez se sintió solo y perdido, se había convertido en el corazón de una nueva era.